¿Hacía falta una ley para regular la actividad de los influencers? ¿Supone un ataque a la libertad de expresión? ¿O un esfuerzo por potenciar la transparencia? ¿Ayudará a los consumidores que navegan por las redes? ¿O es una manera de censurar de manera encubierta?
Nadie se pone de acuerdo en las respuestas, pero queda claro que tampoco a nadie deja indiferente esta norma. De todos modos, aunque pudiera parecer necesaria para ordenar el anárquico mundo de las redes, también hay que tener en cuenta que plantea retos éticos, económicos y culturales que aún están por resolverse. Además de tener que estar atentos al modo en que se gestiona este ámbito en el resto de los países de nuestro entorno.
El primer dilema que plantea la norma ser refiere a su apuesta por la transparencia o la intención encubierta de ejercer un cierto tipo de censura encubierta. Efectivamente, desde el pasado día 1 de octubre, España ha dado un paso firme hacia la regulación del ecosistema digital con la entrada en vigor de la llamada Ley Influencer y el nuevo Código de Conducta de Publicidad a través de Influencers.
Esta normativa exige que cualquier contenido vinculado a una marca —ya sea pagado, regalado o fruto de una colaboración— sea etiquetado como publicidad de forma clara y visible.
La intención, a priori, es loable: proteger al consumidor, especialmente a los menores, y erradicar la publicidad encubierta que ha proliferado en redes sociales. Pero como toda ley que toca fibras culturales y económicas, su aplicación ha generado desconcierto, resistencia y un debate que va más allá de lo jurídico.
Sin embargo, las dudas sobre su aplicación están justificadas. Por ejemplo, ¿cómo se sabrá si una empresa está o no detrás de un relato determinado o un influencer concreto? ¿y si no hay un contrato publicitario sino, simplemente, un contrato de colaboración genérico, de apoyo, o de patrocinio? ¿Y en los casos en los que no se vende un producto concreto, sino que se defiende una postura ideológica? Los campos de actuación son tan inabarcables, que parece difícil que se pueda actuar de forma efectiva sobre quienes no cumplan esta norma.
Los creadores de contenidos estarán ahora obligados a etiquetar como publicidad cualquier contenido que implique una contraprestación, incluso si es un regalo o una invitación, de manera que siempre se sepa quién está detrás de un discurso o una recomendación determinada.
Y aunque parece difícil demostrar que un influencer toma una postura en función de un apoyo determinado por parte de una marca concreta, la ley no se anda por las ramas y establece multas de hasta 1,5 millones de euros por incumplimiento, tanto para influencers como para las marcas.
Pero no es todo, los influencer tendrán la obligación de inscribirse en el Registro Estatal de Prestadoras de Servicios de Comunicación Audiovisual, que es el nombre oficial del registro en el que tendrán que aparecer obligatoriamente. Y aquí surge la controversia, porque este listado puede entenderse como una forma de limitación y control por parte de la administración y puede ir en detrimento de la libertad de acción y creación.
La ley busca que los influencers sean sinceros con sus seguidores. Pero ¿puede la transparencia forzada acabar con la espontaneidad que define a estas figuras? Muchos creadores han expresado su confusión y temor de que sus perfiles pierdan credibilidad si todo lo que comparten parece patrocinado, aunque también es cierto que, si está patrocinado, no sería honesto trasladar el contenido como si efectivamente no lo fuera.
Además, el concepto de “publicidad” se ha ampliado tanto que incluso una crema comprada por cuenta propia podría requerir etiquetado si se menciona una marca. Esto genera una paradoja: cuanta más transparencia se exige, más se diluye la autenticidad. Aunque también es cierto que hay que poner en una balanza que es lo que más interesa al cliente: percibir autenticidad o saber exactamente a qué se debe una recomendación determinada.
Se entiende que el origen de la norma surge con el objetivo principal de velar por la protección de los menores. En este sentido, se exige que los contenidos sean apropiados para su edad y que los contratos de influencers menores incluyan el consentimiento de sus tutores. Sin duda, esto supone un avance en términos de responsabilidad digital, pero también plantea interrogantes sobre la libertad de expresión y el papel de los padres en la educación mediática de los hijos.
En relación con la protección de los menores, recordar también que la norma incluye la prohibición de promocionar productos sensibles como tabaco, medicamentos o juegos de azar sin restricciones específicas.
¿Regulación necesario o exceso de control?
Como suele ocurrir en todos aquellos ámbitos novedosos que requieren de regulación, la Ley Influencer es un intento valiente de poner orden en un terreno que hasta ahora se movía entre la informalidad y el negocio. Pero su éxito dependerá de cómo se aplique, de si se adapta a la realidad cambiante de las redes sociales y de si logra equilibrar transparencia, autenticidad y libertad creativa.
Porque regular no es lo mismo que controlar. Y en el mundo digital, donde la confianza es la moneda más valiosa, la línea entre ambos conceptos es más fina que nunca. De momento, el debate sigue abierto y habrá que estar atentos para conseguir que la ley se mantenga en el ámbito de la regulación y evitar los peligros que pueda suponer un deslizamiento, intencionado o no, hacía un posible intento de control por parte de las administraciones.